viernes, 11 de abril de 2014

Virgen de la Piedad (José Antonio Molero Luque) - Calle del Cid

Virgen de la Piedad (José Antonio Molero Luque) – Calle del Cid. Por Enrique Centeno

Una tarde cualquiera, quizá de esas que se aburren en el inmenso calor del verano huertano. No sabe ya uno cómo escapar de la molicie, divagando entre mil tareas pendientes y la distracción de cualquier ráfaga de pensamiento. Y de pronto nos descubrimos a nosotros mismos buscando entre los archivos de audio del ordenador hasta que damos con un nombre y la habitación se llena de música.

Entonces todo desaparece: el calor, la modorra, la incertidumbre. Todos nuestros sentidos se activan de forma casi mágica, diluyendo el espacio que nos rodea en una realidad soñada que termina pareciendo más auténtica que la materia y el tiempo que nos corresponde. Es de noche, corre una brisa suave de primavera joven, estamos en el casco antiguo, que bulle con nerviosa expectación. Las aceras hierven de vecinos y visitantes, y los nazarenos van punteando su cera por la calle del Cid, ese arroyo castizo que mana desde la Plaza, por el que viene dejándose caer hacia Parra… la Virgen de la Piedad. Es Semana Santa, es Viernes Santo y Cieza sabe a Cieza, hoy más que nunca.

Por eso me gusta tanto la música de Semana Santa. Un género limitado, sí, un género que difícilmente puede satisfacer el gusto de los melómanos irredentos –entre los cuales no me cuento- un género repetitivo, un género muy condicionado… pero qué importa. Su potencial evocador es inmenso, colosal. Suena una marcha de Semana Santa cualquier día, a cualquier hora, en cualquier sitio… y al instante es convocado el sinfín de sensaciones y sentimientos que definen las procesiones para aquellos que las aman intensamente. No es música sacra, en verdad. No es una música que habla directamente de Dios y de la Redención de los hombres… No, eso lo hacía Bach. En cambio Dorado, Cebrián, Gómez Villa, Sanmiguel y compañía nos hablan directamente de Semana Santa, de procesiones, de túnicas y capirotes (¿se puede hablar en Cieza aún de capirotes sin que se enfade nadie?), de flor, de cera, de Cristos sangrantes y de Madres doloridas, de túnicas sudadas que rezuman frío en la madrugada, de penitencia callada y solitaria con el báculo, y también de cofrades que inmolan media vida para que este año las procesiones se luzcan como nunca. Las marchas de Semana Santa nos cuentan todo eso y muchas más cosas, a cada uno las suyas, ligadas a sus experiencias, sus recuerdos, sus entrañas. Mil historias íntimas que solo podemos compartir con aquellos que sienten y vibran igual que nosotros. Esa es la belleza de este blog: aquí todos hablamos un mismo lenguaje de emoción y sentimientos. Aquí nos entendemos todos. Aquí podemos compartir algo de nuestra intimidad porque sabemos que quien nos lee va a agradecer que compartamos esa intimidad y la va a cuidar con cariño. Gracias, Pascual, por este regalo.

En realidad, por todo esto es también por lo que me gusta tanto la marcha “Virgen de la Piedad”, de José Antonio Molero Luque: por su tremendo potencial narrativo, por la concreción de su discurso. Porque, en definitiva, siempre me ha parecido un homenaje a la Semana Santa, más allá de la Imagen a la que está dedicada.
Cuando mi amigo José Ángel García (responsable de que yo esté aquí, utilizando el término “aquí” en más de un sentido) se puso en contacto con Molero, su marcha “Pasa la Soledad” había conquistado a los procesionistas ciezanos, que la consideraban –la siguen considerando- uno de los regalos con los que se podía uno encontrar en cualquier esquina cuando el tambor da la entrada y los músicos alzan sus instrumentos.
Recuerdo aquel verano de intercambio de mensajes y archivos midi entre el músico y el Secretario de la Cofradía, de los que generosamente se me iba haciendo cómplice, y también recuerdo cómo José Ángel supo prender con su ilusión el interés y la dedicación de Molero, que fue añadiendo a su seria profesionalidad las ganas de complacer a aquél ciezano que no paraba de hacerle partícipe de un sinfín de aspectos (principales, secundarios y hasta anecdóticos y humorísticos) de aquella Semana Santa lejana y de sus gentes. A la altura del mes de septiembre, cuando el compositor entrega por primera vez una instrumentación digitalizada completa, ya estaba claro que acababa de escribirse una página deslumbrante de la historia musical de la Semana Santa de Cieza. Era solo cuestión de esperar un par de meses para que la batuta de Francisco García Alcázar –músico de genio y músico genial- terminara de formular el sortilegio mágico en el día de la onomástica de La Piedad.

No soy músico, y no puedo hablar de las virtudes o características de una marcha, sólo de lo que me transmite, de lo que me sugiere. Y en este sentido, esta pieza siempre me ha emocionado por su evolución emocional, por la forma en la que se desata la voluntad inicial, claramente vinculada al encargo de la Cofradía, para terminar hablando de algo distinto, que solo puede explicarse en ese vínculo de complicidad que se estableció rápidamente entre los dos pepes, José Antonio y José Ángel. Una marcha que empieza hablando de la Procesión del Entierro y de la Virgen de la Piedad, pero que termina hablando de la Cofradía, de los Cofrades, y de nuestra pasión por la Semana Santa.
El inicio de la marcha es todo lo fúnebre que puede esperarse de una marcha de Viernes Santo: severa, con esas campanas que tocan a difunto. Se le había insistido a Molero en el tipo peculiarísimo de Imagen que es La Piedad de Capuz, y el profundo cariño que despertaba en los cofrades de la Agonía: de ahí la naturaleza del primer tema que se expone después del inicio, muy poético, lánguido, de una amargura acunada con dulzura, como el abrazo de la Madre. Una melodía que aún en su más vibrante segmento, con la plenitud instrumental que caracteriza a Molero, no deja de acompañar ese llanto a punto de reventarse en el rostro de la Virgen, el instante sublime que detuvo para siempre la gubia del inolvidable valenciano.
La marcha cambia entonces de signo, se amansa y se contiene, y poco a poco el segundo tema va tomando forma de oración, dejando atrás el componente nostálgico en pos de una creciente espiritualidad, reflexiva y reposada. Pero cuando parece que la marcha va a ir a morir deshaciéndose en la paz del silencio, la oración descrita por la melodía comienza a elevarse, subiendo el tono de voz hasta romper en una súplica vibrante, dialogada en un tono procesional muy apasionado, que parece capaz de abrir la noche en canal para llenarla de luz y de esperanza.
El remate de la marcha es imponente. Cuando parece que está todo resuelto con este tercer tema, la épica aparece en los últimos segundos con una fiereza de portentosa rotundidad, con el metal y la percusión echando abajo las puertas de la gloria ante el asombro del mundo. Un final que, por supuesto, eclipsa por completo la modestia de la imagen de la Virgen de la Piedad, pero es que Molero ya no nos habla en este final de la Virgen de la Piedad. Molero está haciendo un homenaje a todos los que hacen, a todos los que hacéis posible la Semana Santa. Cuando la marcha (habitualmente la primera que se interpreta por la banda esa noche) alcanza este punto, el trono de la Piedad ya avanza por las estrecheces de la calle del Cid, que revientan con este furor musical que va contando a los cuatro vientos que ya está, que ya es noche del Viernes Santo y la procesión está en marcha, que el final de todo esto se acerca, que una vez más lo habéis conseguido, que una vez más habéis hecho posible lo imposible. Un cántico de homenaje a ese sinfín de horas que de abril a marzo van amasando los cofrades del Cristo de la Agonía, y de todas las demás Hermandades, escamoteadas a su descanso, a su familia, a su tranquilidad y hasta a su salud para volver a echar los Santos a la calle, para volverle a contar a los ciezanos y al universo entero la Historia de la Redención de la forma más bella que se pueda concebir.

Pasarán los años y los siglos, y otros Centenarios y aniversarios de toda índole vendrán cuando todos nosotros nos hayamos ido y no quede más recuerdo de lo nuestro que la pervivencia, si Dios quiere, de este maravilloso legado que es la Semana Santa. Así debe ser, así ha sido siempre. Y entonces un niño, uno de tantos que fueron y serán, asistirá asombrado desde su acera del Cid al paso de la Procesión del Entierro. Sonará Virgen de la Piedad y escuchará sin mover un músculo esa creación musical que conservará inmaculada toda su belleza… sin saber que le están contando la historia de un lejanísimo verano en el que un músico malagueño se contagió, a cuatrocientos kilómetros de distancia, de la bendita locura de un cofrade ciezano.

Enrique Centeno

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